Desde 2021, las sobredosis de drogas han matado a más de 100.000 personas al año en Estados Unidos. Aunque los políticos utilizaron las epidemias de crack y heroína de finales del siglo XX como pretexto para introducir el encarcelamiento masivo, las condenas mínimas obligatorias, las leyes de los tres golpes y la elaboración de perfiles raciales, todo ello dirigido de forma desproporcionada contra la población negra y morena, en la última década han muerto tantas personas blancas por sobredosis que la retórica en torno a la epidemia de opioides ha cambiado drásticamente. Hoy en día, incluso los conservadores racistas reconocen que la epidemia de opioides es una crisis social, pero cómo abordarla sigue siendo una cuestión abierta.
Los y las anarquistas luchan contra las condiciones que dan lugar a la adicción a las drogas, las formas en que las autoridades se aprovechan de la adicción para infligir daños adicionales a las comunidades, y también contra la propia adicción. En la siguiente reflexión, Angustia Celeste revisa las estrategias de reducción de daños a través de la lente de la tragedia y el dolor personales.
Arte de Rena Yehuda Newman.
No fue una muerte inesperada
Cuando mi mejor amiga murió de una sobredosis de fentanilo hace siete años, no fue una muerte inesperada. Fue el resultado estadísticamente probable de su lucha de diecisiete años contra la adicción, considerando el giro cada vez más fatal de la crisis de los opioides.
En nuestra juventud, ella y yo nos imaginábamos viviendo fuera de las normas sociales, pero con su muerte, ella aterrizó sólidamente en medio de la curva de campana.
El hecho de que yo lo hubiera previsto no suavizó el dolor. Hay recriminaciones y defectos que sólo se suman en retrospectiva. Una vez que terminé de considerar qué medidas podría haber tomado para intentar cambiar el curso de los acontecimientos, o al menos para aprovechar nuestro tiempo juntas -algo que, en nuestra juventud, había imaginado infinito-, empecé a reflexionar sobre lo que el “nosotras” colectivo hizo y no hizo. Al final llegué a la verdad de que mi pérdida no era sólo individual: era generacional, determinada por fuerzas mayores que las que consideré inicialmente en mi desesperación.
Tengo cierta familiaridad con la muerte, tanto personal como profesionalmente. Alguien que me importa ha muerto cada pocos años desde que tenía trece. Sin embargo, el duelo es algo que se hace más difícil a cada paso, no más fácil. Esta pérdida se remonta a décadas atrás, a mis años de infancia, ya que mi amiga desempeñó un papel importante en la formación de mi visión del mundo cuando éramos adolescentes.
Antecedence
Antes de que me politizara, me ayudó a encontrar consuelo en los existencialistas y en el nihilismo/hedonismo artístico de la generación Beat. Abandonar la certeza de un poder superior por el abismo desconocido del potencial humano tenía sentido para mí. Sin un destino predeterminado, debíamos vivir nuestras vidas en trayectorias diseñadas por nosotres mismes. El éxito, el fracaso y la forma en que realizamos nuestro potencial no estaban determinados por ninguna deidad, sino por las oportunidades y la opresión de nuestra sociedad. Era otro tipo de determinismo social. Era liberador por mi propio privilegio, y aterrador porque no ofrecía la reconfortante certeza de ningún resultado específico.
En su funeral, su padre expuso un archivo de sus diarios. Con horror, vi a nuestres amiges y familiares leer cosas muy privadas sobre nuestra adolescencia. El malestar era mío; creo que ella probablemente lo habría aprobado. Su familia, a mucha honra, había sido directa y honesta sobre su muerte. Su esquela empezaba poéticamente con las palabras: “Sucumbió a la adicción a los 35 años”.
Su padre, que evidentemente seguía luchando contra la pérdida, me llamó aparte y me preguntó por el origen de su adicción.
Le conté lo que pude sobre cuándo empezó a consumir heroína, pero no toqué el porqué. Él quería saber el porqué. ¿Por qué nos habíamos sentido tan intocables? ¿Por qué no habíamos sabido que era peligroso? Hay cierta crueldad en esas preguntas que se hacen décadas después de los hechos.
Sé que empezamos algo que se convirtió en un mito sombrío y, finalmente, en un culto a la muerte. Empezó cuando yo tenía trece años, ella quince, y todo era teórico: las oscuras inclinaciones literarias, la romantización de los límites de la experiencia humana, la búsqueda de lo profano y lo extático. Al principio fue un esfuerzo gozoso, una exploración de lo desconocido, no una duplicación del dolor, no al principio.
Me sorprendieron dos cosas ante la pregunta de su padre. En primer lugar, yo tenía diecinueve años cuando empezamos a consumir heroína, y había muchas cosas que no sabía sobre la adicción. En segundo lugar, había sabido que no quería sentir nada, y los narcóticos eran un método a mi alcance para lograr la negación episódica.
Negación
En cuanto a por qué no quería sentir nada, sin ahondar en experiencias traumáticas, creo que las formas en que se nos enseña a evitar el dolor en la sociedad occidental son profundamente perjudiciales. Los antidepresivos y los antipsicóticos pretenden amortiguar tanto la oscuridad como la luz, los altos y los bajos, igualando los extremos de la vida a un término medio aceptable.
Cuando me medicaron a los trece años, aprendí a buscar el equilibrio utilizando un cóctel de entradas neuroquímicas para gestionar mi vida emocional interna. La homeostasis no era algo que se creaba mediante la práctica intencionada en el mundo exterior; era algo que se elaboraba químicamente desde dentro. Estas drogas calmaron mi mente durante unos años. También me enseñaron que la forma de afrontar el dolor era buscar un estado de nebulosa indiferencia. Las cosas que me pasaban no importaban si no sentía todo su impacto.
La heroína fue una transición razonable entre las drogas psicotrópicas y los mecanismos de afrontamiento más variados que aprendería a mediados de la veintena. Es un método de afrontar el dolor que crea más daño, pero también proporciona cierto alivio emocional si te encuentras en un lugar muy oscuro. No me arrepiento de haber consumido, pero los privilegios de clase y raza me aislaron de las peores consecuencias. Las conversaciones sobre el consumo de drogas deben incluir la autonomía corporal, al tiempo que se abordan los fallos de la negación como reparación a largo plazo del trauma.
Dejé de consumir heroína a los veintiún años cuando me politizé y fui capaz de contextualizar mi dolor en un marco social más amplio. Descubrí la perspectiva. El trabajo de movimiento me hizo sentir menos sola y encontré razones para vivir más allá de mí misma. Organizarme me ayudó a desarrollar mecanismos de afrontamiento y habilidades que no tenía cuando era adolescente.
Hay que reconocer que saqué la pajita más larga. Tuve suerte. Esta fortuna fue algo que se me hizo cada vez más evidente cuando empecé a trabajar en el centro de intercambio de agujas. Si a los diecinueve no conocía los peligros, a los veintiuno sin duda los había descubierto. Cuando me cansé de ser partícipe del daño extremo que estaba facilitando a los amigos con los que consumía, dejé de inyectarme.
Al mismo tiempo, su padre solía conducir hasta la ciudad para conseguir suboxona que yo había comprado en el mercado negro para ayudarla a reducir su consumo. Así empezó el siguiente periodo de prueba y error, de dar testimonio, la siguiente década de reducción de daños. Nunca lo dejó durante mucho tiempo, pero no diré que fracasamos. Juntos conseguimos algo: alargar su vida. Sólo ella podía definir el significado de eso.
Pero ahora comprendo, de una forma que antes no comprendía, las limitaciones de nuestro enfoque.
Daño
A principios de la década de 2000, queríamos propagar la idea de que el consumo de drogas intravenosas no tenía por qué ser una sentencia de muerte si usabas agujas limpias, si alguien te enseñaba a administrar Narcan y tenías un poco a mano. Pensamos que si se encontraba a la gente donde estaba, si se ofrecía un espacio para hablar de la adicción que no requiriera abstinencia, se podía ofrecer a la gente una posible salida. Si tenías suerte, si tu fuente era pura y tus prácticas rigurosas, podías disponer del tiempo necesario para desintoxicarte de verdad algún día.
No es que entonces no hubiera sobredosis, las había. Teníamos amigos y amigas que morían, pero ni de lejos al ritmo actual.
No todo llevaba el puto fentanilo. La xilacina aún no había hecho su aparición. Era posible fingir que dentro de unos años uno podría no necesitar la muleta de hoy. El tiempo nos proporcionó la tímida esperanza de que, con servicios compasivos, amiges comprensives y un poco de respiro, sería posible averiguar cómo ir más allá de la mera supervivencia.
Con el tiempo, dejé el trabajo social por el trabajo sexual y, al cabo de una década, lo abandoné por la medicina. Estas diversas profesiones comparten una labor común: asumir el sufrimiento ajeno. He sido partícipe de muchas confesiones y he llegado a comprender la miríada de formas en que la gente intenta sobrevivir a nuestra sombría cultura de consumo.
Para mantener la administración del trauma, hay que cultivar una cierta distancia emocional, y esta distancia es perceptible en las dinámicas que surgen incluso dentro del modelo de solidaridad más horizontal. La distancia está muy bien cuando el apoyo que se ofrece es exclusivamente material, pero ¿qué ocurre cuando el apoyo que la gente necesita es emocional?
No me malinterpreten, el apoyo material es importante. Afortunadamente, todavía existen los intercambios de agujas, ahora hay tiras reactivas de fentanilo/xilazina, existe la suboxona para controlar tu consumo y, si eres afortunada, puede que vivas en algún lugar donde haya un punto de inyección seguro vigilado. Si eres especialmente afortunado, puede que incluso vivas en algún lugar que ofrezca “suministro más seguro legal”. El tratamiento con metadona es una de las mejores formas de controlar el consumo de opiáceos hoy en día (aunque los recientes cambios en el formulario han hecho que muchos de los que dependen de ella tengan que luchar contra las recaídas, como se destaca en el podcast Crackdown.)
Apoyo todas estas intervenciones. Pero también tengo que decir que, si el objetivo es vivir y no sólo sobrevivir, no llegan realmente al meollo de la cuestión.
La reducción de daños plantea una pregunta que a menudo no aborda. ¿Por qué tanta gente se siente indiferente ante la vida? Encontrarse con la gente donde está no significa que no debas intentar discutir y cambiar su posición emocional y espiritual, si puedes. Discutir la locura de la negación no es juzgar, es ser honesta.
Leteo
Hay un culto a la muerte que gira en torno al ciclo desesperado de la adicción, y esa trayectoria en espiral ya no es tan larga como antes. Estadísticamente, si estás consumiendo, incluso con tiras de test, incluso con agujas limpias, incluso con Narcan, incluso con control del consumo mediante suboxona, estás cortejando a la muerte. Es de esta tendencia al olvido de lo que quiero hablar.
En los otros tipos de trabajo solidario que realizo, el deseo de sobrevivir es muy fuerte. Obliga a la gente a cruzar continentes, a dejar todo lo que conocen sólo para encontrar un lugar más seguro donde estar. No es tan difícil tender una mano solidaria a personas que quieren vivir desesperadamente. Sin embargo, es difícil hacerlo a través del río Leteo, el río del Hades del que beben los muertos para olvidar.
Yo soy el camino hacia la ciudad del infortunio
Yo soy el camino para un pueblo abandonado
Yo soy el camino hacia el dolor eterno
Una de nosotras escribió esas palabras en una carta durante una clase de segundo curso a mediados de los noventa, cuando aún no sabíamos lo perdidas que íbamos a estar y cómo nos abandonaríamos unas a otras por el camino.
Me conmueve tanto lo melodramáticas que éramos, escribiéndonos derivaciones del Inferno de Dante, como lo profundamente que sentíamos ya el sufrimiento del mundo. Ella no descartó las preguntas fundamentales y los reparos éticos que yo sentía sobre la naturaleza humana y la oscuridad de la sociedad. Fue la primera persona, fuera de mi familia inmediata, que se tomó en serio mi vida emocional interna y cultivó mis inclinaciones intelectuales.
Cuando me detengo a pensar en ello, me quedo sin aliento. Esa intimidad fue difícil de mantener a lo largo de los años porque es difícil llegar a quienes están sumidos en la adicción, la trayectoria de la enfermedad es siempre hacia el interior. A los treinta y pocos años me topé con un muro emocional; ya no podía encontrarme con ella allí donde estaba. Lo había intentado y no había funcionado.
Cesación
Recuerdo el día en que nuestra amistad terminó. Probablemente ella no se dio cuenta en aquel momento, o quizá nunca, pero aquel día fue nuestra última oportunidad de renovar aquel vínculo, de estrechar lazos, de encontrar una razón para estar en la vida del otro de forma significativa. Por una vez estábamos en la misma ciudad e hicimos planes para quedar a comer. Me tomé tiempo libre entre visitas a clientes de alto nivel en el centro y me senté en aquella cafetería a esperar durante dos horas y media. Supuse que estaba consumiendo de nuevo, aunque no lo dijo. Supuse que estaba intentando hacer frente a la situación y que estaba tardando más de lo esperado, pero no me dijo por qué se retrasaba ni si iba a venir.
No podía quedarme más tiempo tomando café preguntándome por el estado de nuestra amistad. Por lo que pude deducir de nuestra correspondencia, ella ya no recordaba nada de mi vida, dónde vivía, cómo estaban las cosas con mis hijos y la familia elegida, en qué estaba trabajando políticamente. Ella no estaba presente. Ella estaba envuelta en mitos sobre la heroína, el arte, la literatura y el esteticismo, y había un nivel de autoimplicación y malestar que se había vuelto sombríamente narcisista.
Salí del café. Cuando llegué al andén del tren, vi que por fin me había enviado un mensaje. Había llegado tres horas tarde. Ese era mi momento, mi oportunidad para perdonar, tender la mano y enmendar todas las cosas que no nos habíamos dicho, todas las cosas que no habíamos hecho. Pero estaba enfadada, enfadada por los dos últimos años, por la ruina de nuestra relación, por lo egoísta que la había convertido su adicción. Estaba agotada por las pérdidas acumuladas y no podía seguir invirtiendo en personas que no me correspondían. No le respondí.
Yo seguía viendo a su padre, a su madre y a su hermano de vez en cuando, porque soy copadre con su prima. Seguí recibiendo noticias de su vida, pero nunca volvimos a vernos ni a hablar. Cinco años después, murió, sin que habláramos nunca de lo que había puesto fin a nuestra amistad. La muerte se convirtió en el árbitro final de nuestro conflicto. Me quedé discutiendo conmigo misma sobre lo acertado de las decisiones que había tomado.
Estaba protegiendo mi tiempo, mi energía y mi corazón. Pero me equivoqué. La continuación de nuestra amistad probablemente no habría cambiado el resultado, pero eché de menos esos últimos cinco años. Nunca pude escuchar su versión de las cosas. No mantuvimos correspondencia, no compartimos historias sobre nuestros amantes, viajes, escritos o empeños artísticos. Sabiendo que la perdería y que no podría estar presente, no di nada más y recibí aún menos. Cuando murió, eso no suavizó la pérdida, sino que empeoró el dolor. No podía decir que había hecho todo lo que podía, porque no lo había hecho.
Supongo que imaginé, hasta el día en que recibí esa llamada telefónica, que volveríamos a vernos algún día, cuando ella descubriera cómo desintoxicarse sin mí. Ese fue el fracaso definitivo de mi práctica de reducción de daños, mi empatía y mi obligación terrenal. Me tomé los síntomas de su adicción como algo personal, dejé que me drenaran y dejaran seca, que nos distanciaran. Alguien a quien amaba había sufrido y yo le había dado la espalda.
Pérdida
Se dice que nadie se desintoxica hasta que está preparado. Pero este dicho omite algo esencial. El amor, la familia, los amigos y las conexiones sociales proporcionan un impulso positivo hacia el deseo de estar presente, de vivir la vida, de soportar el coste del trauma. Estos zarcillos conectados con nuestro corazón y nuestra alma hacen que el sufrimiento merezca la pena. Estas son las cosas por las que la gente encuentra razones para vivir.
Murió sola, de rodillas en el baño de su apartamento de Nueva Orleans, utensilios en mano, tras escapar de las disposiciones auto-establecidas que se había impuesto para quedarse encerrada sola en el apartamento de un cliente para conseguir la sobriedad. Murió, como tantas personas, intentando desintoxicarse y recayendo. Las drogas que le dieron aquel día eran más fuertes de lo que su tolerancia permitía. No hubo gesto poético, ni palabras finales alegóricas. Examinando el historial que dejó, parece que sus últimas veinticuatro horas fueron espeluznantes, ojerosas, alucinantes y oscuras, llenas de sufrimiento, deseo de un indulto y un último intento de entumecimiento.
Unos años más tarde, su compañero también sufrió una sobredosis mortal. Cuando me enteré de su muerte, me pareció que pronto no quedaría nadie para recordar su vida juntos. Creía que había aceptado la brevedad de nuestro tiempo en esta tierra, pero no era así.
Amnesia
Un par de veces al mes, cuando trabajaba en Urgencias, cortaba el torniquete casero de alguien, lo despertaba de la inconsciencia con Narcan y esperaba. Esperar a que volvieran en sí, esperar a que se despertaran, pensativxs y apenadxs o enfadadxs y resentidxs. Esperar a que, inevitablemente, se arranquen la vía intravenosa y se marchen en contra del consejo médico. O, lo que era aún más deprimente, que intentaran marcharse con la vía puesta, cosa que no aceptábamos. Siempre intentaba convencer a la gente de que se quedara para recibir antibióticos por vía intravenosa si tenían abscesos, para que no se infectaran. Intentaba convencer a la gente de que hablara con un(a) trabajador(a) social para ver si podíamos ponerles en contacto con servicios de rehabilitación.
En cada turno me encontraba con personas que habían sido condicionadas a tratar todo tipo de sufrimiento con opiáceos y ahora se encontraban con que sus médicos no estaban dispuestos a renovarles la medicación para el dolor. Los centros de rehabilitación tenían pocas plazas, las clínicas del dolor aún menos. El péndulo ha vuelto a oscilar y hay una generación completamente nueva de proveedores que no consideran que las consecuencias de las modalidades de tratamiento erróneas de los últimos veinte años sean su responsabilidad.
El Departamento de Salud y Servicios Humanos ha tenido que publicar directrices de buenas prácticas para reducir las dosis elevadas de los pacientes con dolor crónico porque las y los médicos, temerosos de las sanciones profesionales de las juntas de licencias, están reduciendo la dosis de forma insegura. Intento recordar a los proveedores la trayectoria histórica que nos ha traído hasta aquí, señalando que mercantilizar el sufrimiento de esta forma concreta ha reportado beneficios fiscales a los que detentan el poder y que éste ha sido el coste. Richard Sackler, de Purdue Pharma, que nos trajo OxyContin, ha recibido la aprobación de una patente de una nueva forma de suboxona para el tratamiento de la adicción a los opiáceos. Se espera que su familia pague unos 6.000 millones de dólares en un acuerdo de quiebra a cambio de inmunidad frente a futuras demandas por opioides. El aerosol nasal Narcan se vende sin receta por 45 dólares la dosis, a pesar de que las investigaciones demuestran que Narcan cuesta menos de 5 céntimos de fabricar y sacar a la luz el lucro poco ético. Han encontrado una forma de lucrarse tanto con la enfermedad como con la cura, tanto con las personas vivas como con los muertas.
Muchas de mis colegas de cuidados intensivos no reconocen estas grandes tendencias. Cuando tengo que hacerlo, les reprendo por su tendencia a culpar a las personas de su propio sufrimiento. Es una batalla cuesta arriba. No creamos espacios libres de juicios: las salas de urgencias están llenas de juicios. ¿Qué sentido tiene salvar la vida de las personas para seguir cargando con el estigma? El estigma sigue matando.
Después de presenciar demasiadas muertes durante la pandemia, dejé de trabajar en urgencias y ahora dirijo una clínica comunitaria gratuita que apuesta por la reducción de daños. Así que, al parecer, la reducción de daños sigue teniendo un lugar en mi vida. No quiero abandonarla, sólo quiero cambiar su cadencia.
El panorama de los tratamientos no ha cambiado mucho. Siempre me preguntaba qué sentido tenía tener un grupo de usuarios y usuarias que aceptan en el intercambio, cuando todos los programas de rehabilitación a los que derivábamos a la gente eran rígidos y sólo de abstinencia. Necesitamos una forma de articular la sobriedad como un buen objetivo sin ser moralistas o punitivos al respecto.
Si el trauma es la droga de entrada a la adicción, entonces las modalidades de tratamiento que se ocupan de la respuesta simpática y parasimpática inherente del cuerpo al trauma deberían formar parte del tratamiento. No tengo una visión clara del camino a seguir, pero recomiendo las terapias somáticas por encima de la terapia hablada porque el tratamiento basado en la respuesta al trauma y la recalibración física tiene sentido para mí.
Quiero que hablemos más abiertamente de la muerte. No de forma dura o insensible, no para escandalizar o juzgar o asustar a la gente. No debemos anclar espiritualmente nuestras labores en la oscuridad. Pero tampoco podemos adoptar un enfoque neutral ante los tipos de adicción que son una forma pasiva de ideación suicida, estadísticamente hablando.
¿Cómo se califica un deseo de muerte? Dada la cambiante estructura molecular de lo que se puede comprar en las calles hoy en día, ¿podemos estar de acuerdo en que los opiáceos que circulan actualmente no suelen dar a su usuario tiempo suficiente para cambiar de rumbo? La ampliación de los servicios para las recetas de suboxona ofrece alguna esperanza de ganar más tiempo, para ayudar a la gente a controlar su consumo de forma segura. Pero sigo manteniendo que el consumo de drogas por vía intravenosa no es una opción que debamos acomodar fácilmente sin otros servicios. El destino final de todos nuestros esfuerzos debería ser la salud, una mejor salud y una vida en la que uno pueda presentarse. ¿Por qué estigmatizar los síntomas y no abordar los verdaderos problemas? Vivienda, trabajo digno, vínculos sociales, una relación con la tierra… Éstas deberían ser las aspiraciones de nuestra práctica.
No basta con utilizar agujas limpias, no basta con ofrecer tiras de test de fentanilo/xilazina, no basta con ayudar a gestionar el consumo con suboxona, no basta con proporcionar supervisión médica para el afrontamiento inadaptado. En última instancia, si no abordamos la profunda alienación que subyace en el sistema capitalista, tendremos dificultades para convencer a nuestros seres queridos de que merece la pena vivir y estar presentes en la vida.
Ahora me recuerdo a mí misma cada mañana, incluso en las mañanas en las que preferiría no despertarme, que enmendamos nuestros errores con nuestras acciones. Alcanzamos nuestras más altas aspiraciones examinando nuestros fracasos. No creo que hubiera podido llevarle más agujas limpias; ella sabía dónde conseguirlas. No creo que hubiera podido comprarle más suboxona, sugerirle una rehabilitación mejor o coordinar más claramente un plan de intervención con quienes también luchaban por ella. Intentamos alguna combinación de todas esas cosas, aunque de forma imperfecta. Pero hubo conversaciones que no tuvimos.
Absolución
Creo que nuestro error vino años antes, en la forma en que intentamos delinear nuestros sentimientos de diferencia. Vivir desafiando las normas me pareció sagrado, pero en algún momento del proceso de abandonar las convenciones y diferenciar nuestro camino nos desviamos tanto que nos perdimos. Nos dijeran lo que nos dijeran los dioses punk de nuestra juventud, la autodestrucción no perturba el tejido social: ha sido cooptada. Nos han vendido. Hay muchas cosas en esta sociedad carcelaria a las que merece la pena resistirse, pero adormecer el dolor nos aleja de esa lucha. Mi amiga nunca llegó a ningún lugar de conflicto social porque perdió la batalla consigo misma años antes.
Perdón
Perdono a mi yo de trece años por mis delirios románticos. Perdono a mi yo de diecinueve años por mis hábitos destructivos. Perdono a mi yo de veintiún años por mi ingenua creencia en prácticas de reducción de daños que nunca nos acercaron a la salud, que sólo nos mantuvieron a flote. Lo único que no me perdono es haberme alejado.
No debería haber salido del andén y haberme subido a ese tren. Debería haberme dado la vuelta, haber vuelto al café y haberle dicho que la quería en mi vida. Debería haberle dicho que la amaba, no el amor fácil y reconfortante, sino el amor por el que sufres, el amor por el que merece la pena vivir. Entonces, aunque la hubiera perdido después de todas formas, no habría perdido tanto de mí misma.
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