Ahora que Estados Unidos se ha retirado de Afganistán, después de una ruinosa ocupación que ha durado 20 años, podemos analizar los ataques del 11 de septiembre de 2001 desde un ángulo diferente. Lxs yihadistas islamistas estaban provocando al imperio a entrar en una desastrosa “guerra contra el terror” que sabían que conseguiría polarizar aún a más personas, aun cuando causara tragedias inimaginables en ambos bandos—sobre todo, en aquellxs que estaban en el extremo receptor de la violencia imperialista. Desde los ataques iniciales hasta la respuesta del gobierno estadounidense, todo estaba calculado para canalizar los conflictos derivados del colonialismo capitalista hacia una guerra religiosa que redujera el espectro de posibilidades a una mera elección entre militarismos rivales.
Durante más de 20 años, la ocupación estadounidense de Afganistán no hizo nada para disminuir el poder de los talibanes—debemos concluir de ello que únicamente los fortaleció. La ocupación estadounidense de Irak preparó el escenario para el resurgimiento de ISIS, que solo fue detenido por una resistencia, más o menos, autónoma en Rojava.
Conformarse con elegir entre el militarismo colonial y el militarismo fundamentalista es “dejar que lxs terroristas ganen”—no solo lxs que planearon los ataques del 11 de septiembre, sino también lxs que se aprovecharon de ellos para ampliar sus proyectos capitalistas de extracción de recursos en Oriente Medio. Hay otras formas de ver las cosas, otros futuros posibles, y deberíamos asegurarnos de que no queden enterrados.
Una forma de hacerlo es revisando los movimientos sociales que precedieron a los ataques del 11 de septiembre y a las posteriores invasiones y ocupaciones. El 11 de septiembre de 2001, anarquistas y otras personas de todo el mundo estaban participando en un poderoso movimiento contra la globalización capitalista. En Estados Unidos, miles de personas se estaban preparando para lo que se esperaba fuera un momento decisivo de confrontación durante la siguiente reunión del Fondo Monetario Internacional en Washington DC. Basándose en las poderosas movilizaciones de Londres, Seattle, Québec y Génova, esperaban impulsar un movimiento mundial que pudiera abolir el capitalismo y reemplazarlo con estructuras sociales horizontales basadas en la solidaridad y la ayuda mutua. Los ataques y la consiguiente guerra ayudaron a interrumpir los planes de este movimiento, que sin embargo continúa vivo hoy en día—y probablemente sigue siendo nuestra única esperanza de sobrevivir al colapso ecológico.
A pesar de que las protestas contra el FMI nunca se llevaron realmente a cabo, miles de personas se reunieron en Washington DC el 30 de septiembre de 2001 para lo que serían las primeras protestas antiguerra del siglo XXI, en contra de la invasión estadounidense de Afganistán, cuando nadie más se atrevía a criticar el agresivo bilateralismo belicista de Estados Unidos. Recordemos que lxs anarquistas estuvieron al frente de esta manifestación, enfrentándose a la policía en un intento de proteger a todxs de una guerra desastrosa.
En el siguiente relato, dos jóvenes anarquistas, que habían acudido a DC para prepararse para la movilización contra el FMI, describen cómo vivieron los ataques del 11 de septiembre, y cómo acabaron ante el Pentágono en llamas, mirando hacia el candente futuro en el que ahora vivimos. Este texto recuerda una época más inocente—y documenta el momento en que se perdió esa inocencia. También tiene momentos graciosos.
El siguiente texto es una adaptación de la versión que apareció en Rolling Thunder en 2006. Para un análisis anarquista de esa época sobre la importancia de los ataques del 11 de septiembre, puedes comenzar con este texto.
El Paseo más Loco de Todos
“¿Has oído las noticias? ¡Esxs cabronxs acaban de matar a alguien en Italia!”1
“En DC será nuestro turno. Y Génova no es nada comparado con el corazón de la bestia. Es una puta guerra, y probablemente alguien morirá.”
El tiempo siempre le da a unx un extraño sentido de la perspectiva sobre los acontecimientos. Básicamente nada ha cambiado. El enemigo sigue siendo el mismo, y también lo que yo quiero, que es, por supuesto, la anarquía.
La mañana del día en que se desarrolla esta historia, estábamos preparadxs para morir. No estábamos realmente segurxs de lo que eso significaba, pero estoy bastante seguro de que era al menos un primo lejano de lo que sienten lxs jóvenes de Palestina. No sé. Lxs que mueren por la causa no vuelven para contarnos su historia.
Era el 11 de septiembre de 2001 y tenía hambre, estaba sucio, exhausto y completamente feliz. Me desperté en mi polvoriento saco de dormir que yacía en el suelo de un extraño pequeño sótano, junto a dos de mis compañerxs, que aún dormían. No solo tenía hambre, sino que también tenía ganas de orinar, a ser posible en algún lugar mínimamente limpio. En la puerta de al lado—aunque para ser exactos no había una puerta de verdad, sino una especie de puerta metafísica donde debería haber estado una puerta más corpórea—podía escuchar los graves sonidos de dos personas participando en un ruidoso y apasionado acto de amor revolucionario … y bloqueando mi camino hacia el baño y la cocina.
Si bien los detalles se me escapan, y de hecho estoy bastante seguro de que nunca los supe, de alguna manera había terminado en ese apartamento preparándome para la guerra total contra el capital y el estado. Era un apartamento bastante grande, lo suficiente como para albergar a una docena de exploradorxs de las próximas protestas contra la cumbre del Fondo Monetario Internacional. Nuestro trabajo era simple—estábamos preparando la propaganda que se iba a entregar a todxs lxs que se acudieran: carteles, folletos, material hecho con wheatpaste y el inevitablemente mal fotocopiado y confuso mapa del centro de DC. Esperábamos mejorar ese último.
Así que estaba jodidamente feliz. A menudo, la vida es difícil, llena de decisiones difíciles, tragedias personales y el deprimente hastío de un trabajo sin sentido. En cualquier caso, no había trabajo, y mi única tarea era averiguar dónde estaba el contenedor de basura más cercano que tuviera algunas verduras y encontrar un lugar para poner mi saco de dormir, en el que no se mojara demasiado. Y aquí estaba yo, con ambos problemas resueltos. El apartamento del sótano, que nos ofreció clandestinamente la amiga de un amigo de una amiga, era el escondite perfecto. Estaba a poca distancia de la Casa Blanca y la mayor parte del centro de la ciudad y, como cualquier buen escondite, tenía una clara falta de ventanas—estaba camuflado por el anonimato de un deshumanizado bloque de viviendas. El problema de la comida se resolvió gracias a la cornucopia de contenedores de basura que encontré en los barrios cercanos, donde cierta cadena de alimentos orgánicos estaba, literalmente, a rebosar de productos de panadería y verduras que apenas habían comenzado el proceso de descomposición—amen de grandes cantidades de golosinas azucaradas decididamente no aptas para veganxs. Lo llamábamos dumpster crack.2
Y yo era adicto.
Comencé a desarrollar todo tipo de lascivas fantasías sobre mi próximo desayuno. El zumo de naranja y los bagels—con esos pedacitos de cebolla que normalmente detesto—serían perfectos. Unos aplastados pasteles azucarados serían perfectos. Me imaginaba bañándome en zumo de naranja y construyendo castillos de bagels.
Los ruidos de la puerta de al lado llegaron por fin a un espectacular final. A pesar de su temporal, y no-violento, bloqueo de mi camino a la cocina, estaba tan lleno de sentimientos de buena voluntad hacia mis congéneres (excepto hacia policías y políticxs, ¡que se jodan esxs cabronxs!), incluidxs lxs dos tortolitxs de al lado, que ni siquiera pude echarles en cara el retraso en mi desayuno.
La mujer en particular me impresionó. Al principio, no daba un duro por ella, la tenía por una especie de reformista bien intencionada pero despistada. Unos meses antes, había impartido talleres sobre la no violencia, sin embargo, parecía haberse transformado de la noche a la mañana en una revolucionaria sedienta de sangre con una infinidad de ideas creativas—y decididamente no no-violentas—sobre cómo podíamos defendernos en el inevitable enfrentamiento con la policía de DC. El amor y la revolución estaban en el aire. Me dirigí de puntillas a la cocina.
Normalmente no soy una persona madrugadora. Ese día, sin embargo, estaba tan rebosante de felicidad que me sentí positivamente empoderado. Después de todo, ¿cuándo en la vida es una misión tan sencilla? La gente venía a tratar de acabar con el centro de depravación neoliberal que es el FMI, y teníamos que asegurarnos de que todxs tuvieran mapas para llegar a donde necesitaran llegar. Gracias a mi mágica tarjeta de copias gratuitas de Kinko, que un amigo había fabricado haciéndole un pequeño agujero, y a la benigna negligencia—¿o era complicidad?—de lxs empleadxs de Kinko, mi trabajo fue bastante fácil. Mi sencilla vida estaba absolutamente rebosante de significado—pero necesitaba ayuda. Después de todo, se esperaba que unas cincuenta mil personas asistieran a la protesta, y eran más fotocopias de las que podía hacer yo solo.
En la cocina, en un ataque de evangelismo anarquista, di rienda suelta a mi fantasía: iría al Starbucks que se encontraba a solo una manzana de distancia, me sentaría junto al primer burócrata que pudiera encontrar, de mediana edad, cansado, pálido y que trabajara para la mortal máquina del capitalismo global, y le diría: “Mira, amigo. Sé que odias tu trabajo, te despiertas para trabajar de nueve a cinco y ser cómplice de todo tipo de maldades. En secreto, te das cuenta de que tu vida no tiene sentido. Deja ese capuchino ahora mismo, porque tengo sentido de sobra. Olvídate de toda esa trampa mortal del trabajo capitalista y únete a mí en Kinko.”
Mi ensueño fue interrumpido por el sordo rugido del triturador de basura del camión volquete. ¡Joder, y nadie había sacado la basura! Agarré la bolsa de basura negra y salí a trompicones por la puerta hacia la brillante mañana iluminada por el sol. Esperé junto al contendor de basura y, a los pocos minutos, el sonriente basurero, enfundado en un mono naranja, me quitó la bolsa de las manos. Se inclinó como para contarme un secreto:
“¿Te has enterado? ¡Acaban de estrellar un avión en el World Trade Center! “
“¡No me digas! Bueno, ya sabes, hoy en día todo es una locura.”
Solo sonreí y le dije adiós mientras se dirigía al siguiente edificio. Hay que ver las cosas que la gente dice por las mañanas. Fue bastante interesante comprobar cómo él, el legítimo basurero matutino, tenía en mí a su homólogo, el ilegítimo basurero de medianoche. Nuestros trabajos tenían el mismo lema: conseguir basura. Solo esperaba haber aligerado su carga sacando suficiente basura de la circulación como para compensar la basura que le acababa de dar.
De todos modos, nunca he sido el tipo de persona que permite que un buen desayuno o incluso una importante actividad anticapitalista se interponga en el camino de volver a echar un sueñecito por la mañana. Así que pasé de puntillas por delante del abrazo poscoital de mis amigxs y me deslicé de nuevo en mi saco de dormir.
“¡Levántate, hombre! ¡Sube corriendo!”
Justo cuando estaba a punto de volver a la cama, el loco y desdentado casero se asomó a la habitación y me despertó, poniéndome de muy mal humor. Yo fingí que estaba dormido, y él casi me saca a rastras de mi saco de dormir.
“¡Acaban de volar el World Trade Center! ¡Hay bombas estallando! “
Y pensar que había dudado del basurero. En ese momento se acabó mi pacífica mañana.
Sin darme cuenta de la dimensión de los acontecimientos, cogí otro bagel crujiente y me arrastré con mis compañerxs escaleras arriba hasta el enclave personal de nuestro casero, donde, rodeado de colillas de cigarrillos y revistas pornográficas, tenía un pequeño televisor estratégicamente situado en el archivador frente a su escritorio. Sí, el basurero tenía razón. En la pantalla parecía haber una especie de película de James Bond. O quizás de la Guerra de los Mundos. Excepto que el reportero parecía sentir realmente pánico, sin saber cómo comprender, y mucho menos proporcionar, una distendida y publicitaria charla sobre la incineración de mil personas.
El edificio estaba en llamas y definitivamente había una especie de agujero enorme en el World Trade Center. Entonces escuché un grito del reportero de noticias. La torre se había derrumbado sobre sí misma, como en una demolición. Excepto por el hecho de que estaba llena de personas, muchas de las cuales habían estado dirigiendo el aparato financiero del capitalismo global, pulsando los botones que calculaban las cifras escritas con la sangre de lxs pobres.
Hago énfasis en el uso del pasado.
Me senté paralizado por el espectáculo que se veía en televisión. Allí había indudablemente muchxs conserjes, cocinerxs y limpiadorxs de ventanas, incluso si eran una minoría. No, esto no estaba bien. En realidad, no estaba horrorizado, ni triste, ni asustado, ni sorprendido; simplemente era algo que no esperaba que sucediera esa mañana. Mi cerebro estaba acelerado, pero de alguna manera no fui capaz de hacer un análisis útil de la destrucción de una parte considerable de la ciudad de Nueva York. El casero, todavía en boxers, se quedó allí boquiabierto. Detrás de mí, lxs dos tortolitxs empezaron a vitorear, incluida la persona que había conocido unos meses antes impartiendo una formación sobre no violencia. ¡Cómo cambian los tiempos!
“Bueno, estoy casi seguro de que no hemos sido nosotrxs. Quiero decir, nadie me habló de eso. Tiene que haber sido alguien que estaba realmente cabreado.”
Mi capacidad de razonamiento no es tan aguda por las mañanas. Mi buen amigo Colin tenía una expresión seria y solemne en su rostro. “Esxs niñxs no piensan con claridad”, dijo, poniendo los ojos en blanco en dirección a lxs tortolitxs. “Tenemos que pensar qué hacer, y rápido. Esto cambia definitivamente nuestros planes.”
Antes de que Colin pudiera decir otra palabra, un faldón atravesó la pantalla informando sobre el Pentágono alcanzado por un avión. Hubo una conexión rápida con en el Pentágono, que ahora presentaba un agujero en llamas en un lateral.
“Dios mío. Eso no está muy lejos. Quiero decir, no puedo negar que se lo merecieran. El Pentágono está lleno de malditxs asesinxs. Pero esto se está acercando demasiado como para sentirse cómodx.”
De repente, mis agudos poderes deductivos pusieron de relieve que podría haber incluso más aviones en el cielo que podrían estrellarse contra otras partes del centro de poder de EE.UU. Parecía bastante lógico que otro avión se estrellara contra la Casa Blanca, desde donde se perpetuaba tanto horror en todo el mundo. Estábamos, literalmente, a pocas manzanas de la Casa Blanca. ¡El avión podría fallar y alcanzarnos! ¿Qué pasa con los restos? No estaba muy seguro de qué sucedía cuando un avión se estrellaba contra una ciudad, pero parecía probable que tuviera repercusiones para todxs lxs que estaban cerca. A los ojos de muchas personas en el planeta, todo el centro de DC era más o menos digno de ser destruido, y tuvimos la mala suerte de estar en el centro de la ciudad. Deseé poder poner una bandera negra en el tejado para que quien estuviera detrás de esto supiera que éramos anarquistas que intentaban luchar contra el capitalismo y el Estado, y que no sentíamos un gran amor por el gobierno estadounidense—así que, por favor, no nos matéis, ¡muchas gracias!
En ese momento, la televisión estaba atascada en lo que parecía ser un bucle infinito de aviones que chocaban contra el World Trade Center, una y otra vez. Por si acaso nos lo habíamos perdido. Lxs reporterxs balbuceaban y tartamudeaban. Mencionaron que el recuento de muertes podría ser de cinco mil, diez mil, cincuenta mil. Al parecer, otro avión había sido derribado en algún lugar cerca de Pittsburgh.
Teníamos amigxs en Pittsburgh. Luego mencionaron que había algo así como treinta aviones más volando por ahí en paradero desconocido.
“Tenemos que salir de aquí.”
“Mi familia tiene tierras fuera del estado. Podemos ir allí y pasar desapercibidxs”, sugirió la ex formadora en no-violencia.
“Tengo un coche pequeño, podemos caber todxs dentro”, dijo alguien más. El casero estaba pegado a la pantalla, fascinado por las imágenes de explosiones que se repetían sin cesar. Parecía ajeno a nuestra conversación.
“Pero tendríamos que pasar por la Casa Blanca—¿hay alguna manera de salir de la ciudad desde aquí sin acercarnos a ella o al Pentágono? ¿Quién tiene un maldito mapa de DC?
Teníamos varios miles de ellos, aunque como fotocopias, con las ubicaciones de las viviendas para activistas de fuera de la ciudad. Ah, sí, y esos mapas también enumeraban los principales centros corporativos y gubernamentales, incluyendo pequeñas notas sobre sus atroces actos y conexiones con la globalización corporativa.
Iba a haber represión.
“Tenemos que quemar los mapas.” Colin leyó mi mente.
El informativo emitía ahora imágenes sobre cómo se había visto el colapso del World Trade Center desde las calles de Nueva York. Había gente cubierta de polvo gris, gritando, escapando calle abajo de las nubes de escombros que salían despedidos por el derrumbe. La gente moría en algún lugar de esas nubes y se oían infinidad de gritos en la televisión. Luego, en el faldón azul, se anunció que había bombas estallando fuera del Departamento de Estado.
“Espera un segundo, si intentamos salir de aquí, ¿qué pasa si una bomba estalla cerca de nuestro coche?”
“Habrá miles y miles de personas que intentarán salir de DC—será un desastre. ¿Y si ese es su objetivo?”
“Ahora sabemos cómo se sienten lxs palestinxs todos los días”, dijo Colin. Probablemente fue el momento más sensato de toda la conversación.
Una vez que el alboroto se calmó, decidimos que lo mejor por el momento sería quedarnos. Unx de nosotrxs bajó las escaleras para quemar todo lo que un agente de policía o un federal pudiera utilizar contra nosotrxs. No estaba claro qué nos depararía el futuro, pero la ley marcial parecía definitivamente una posibilidad no demasiado remota.
A falta de algo mejor que hacer, todxs nos sentamos a ver la televisión. Lxs reporterxs de las noticias y lxs comentaristas de televisión habían recobrado cierta compostura en ese momento y habían comenzado a señalar posibles culpables.
“El gobierno sospecha del terrorista de Oriente Medio Osama Bin Laden, cuyo grupo terrorista intentó previamente volar el World Trade Center.”
Me sorprendió un poco que no hubiera un comunicado de nuestro estimado líder George W. Bush, o de alguien que estuviera en una posición de poder. Debían estar todxs escondidxs bajo sus escritorios. La televisión seguía emitiendo en bucle las imágenes del World Trade Center cayendo, una y otra vez.
Empezamos zapear. En casi todos los canales se repetía la misma imagen. El número de muertxs variaba considerablemente de uno a otro, pero al menos parecía que todos estaban de acuerdo en que había miles. Hubo más reportajes sobre coches bomba estallando fuera del Departamento de Estado y posiblemente en otros lugares de DC. Las noticias mostraban de vez en cuando una imagen aérea del Pentágono atravesado por un agujero en llamas. Aparentemente, los medios corporativos ya se habían dado cuenta de que incluso el público estadounidense sentía menos simpatía por el Pentágono que por el World Trade Center.
“Tenemos que hacer algo más que quedarnos aquí sentadxs.” Gruño Colin.
“¿Cuántas oportunidades tienes en tu vida de ver el Pentágono en llamas?” pregunté.
“Caminemos hasta el Pentágono”, dijo Colin, siempre aficionado a caminar.
No es mala idea. ¿Cuántas ocasiones hay de ver el Pentágono en llamas? Siempre había imaginado cómo triunfantes anarquistas asaltaban el Pentágono, expulsando a lxs asesinxs contables y chupatintas. Probablemente se prendería fuego a las cosas—quiero decir, ¿de qué otra manera puede uno deshacerse de un lugar que ha realizado tantas afrentas a la dignidad humana?
Pero aquí estábamos y eran otrxs lxs que habían incendiado al Pentágono. Ojalá, quienquiera que estuviera tras los ataques, se hubiera dado cuenta de que a mediados de octubre teníamos una protesta bastante importante. ¡Si hubieran esperado unas pocas semanas! Por desgracia, el movimiento antiglobalización de Estados Unidos no estaba, aparentemente, en el radar de quienquiera que hubiera hecho esto.
“Sí, iré contigo.”
¿Por qué no? Después de todo, merodeando en el sótano no había nada que pudiéramos hacer para cambiar la situación—y, teniendo en cuenta la cantidad de personajes pintorescos que habían estado rondando por allí, no me hubiera sorprendido mucho que la policía supiera donde encontrarnos. Sería una excusa perfecta para reprimir a lxs anarquistas. Si supieran que podían encontrar un quórum de nosotrxs a pocas manzanas de la Casa Blanca, estaríamos de mierda hasta el cuello—nuestro pequeño escondite no era tan seguro como mis compañerxs parecían pensar. O tal vez solo estaba siendo paranoico. En cualquier caso, un paseo solo podía ayudar. Así que Colin y yo reunimos nuestras cosas y salimos a la luz del día.
Todavía era bastante temprano y el sol brillaba. Las calles alrededor de nuestra manzana parecían extrañamente misteriosas y silenciosas.
Supuse que todxs estaban dentro de sus casas, pegadxs a sus televisores, tan paralizadxs como lo habíamos estado nosotrxs momentos antes. Dimos la vuelta a la esquina y minutos más tarde ya nos estábamos acercando al centro de DC. El pánico total estaba en su máximo esplendor. Todo tipo de hombres blancos trajeados, que ya no bebían, como de costumbre, sus cafés con leche mientras dirigían con calma la destrucción a gran escala de nuestro planeta, estaban tratando desesperadamente de salir de sus edificios. Fue extremadamente raro ver a la clase de capitalistas que normalmente viajan en limusina caminando por calles desiertas, tropezando, resoplando y jadeando.
Pasamos por la Casa Blanca, casi esperando que estallara en llamas ante mis ojos. En cambio, solo pude presenciar la evacuación del personal de cocina de la Casa Blanca. Vi salir a la carrera a un cocinero con un enorme gorro de Chef Sueco colocado precariamente sobre su cabeza, dejando probablemente al Niño Príncipe del Mundo que terminara él mismo de cocinar sus propios bistecs y foie gras. Todo esto no parecía una tragedia, más bien parecía una absurda farsa. Casi esperaba que Bush saliera corriendo en ropa interior con billetes de cien dólares en las manos. Las fuerzas de seguridad, que se suponía que debían estar presentes, también estaban claramente ocupadas escapando de allí y de ninguna manera intentaban mantener la ley y el orden. Me pareció que ahora también sería el momento perfecto para robar un banco.
Pasamos por el centro y continuamos caminando. Seguimos encontrándonos con gente en estado de pánico y, sin embargo, en otras partes de DC la vida seguía siendo normal. En las manzanas en las que se encontraban los edificios gubernamentales, era como una toma falsa de un apocalipsis-en-ciernes, con empleadxs corriendo desesperadxs por las calles. Sin embargo, en los barrios más pobres, parecía que la vida continuaba más o menos como de costumbre, aunque la mayoría de los negocios estaban cerrados porque todxs estaban en casa viendo por televisión cómo se desarrollaban los acontecimientos. En general, era un hermoso día de otoño, y lo extraño de la situación pareció disipar parte de la inhumana tristeza que habitualmente se cierne sobre Washington DC.
Nos dirigimos hacia el sur hasta que finalmente llegamos al final del camino. Al otro lado del río se encontraba Crystal City, el complejo de acristalados rascacielos de apartamentos y lujosos hoteles que daban cobijo a la burocracia militar del Pentágono. Al otro lado, pude ver columnas de humo que se elevaban desde el Pentágono. Metiendo la mano en mi bolsillo, saqué una vieja cámara instantánea y tomé una foto del Pentágono en llamas. Pensé para mis adentros, maldita sea, esto es realmente un acontecimiento único en la vida. Bueno, con suerte dos veces en la vida. Le pregunté a Colin si no le importaría que nos hiciéramos una foto juntos frente al Pentágono en llamas. Entonces, hicimos una foto rápida. Nadie nos vio. Perdí la cámara antes de revelar la película, lo que probablemente fue lo mejor.
A medida que nos acercábamos al espantoso armatoste del Pentágono, la locura a gran escala se hizo evidente a nuestro alrededor. Aquí no había absolutamente ningún orden. Desde lo que parecía ser una de las puertas principales del edificio, lxs funcionarixs del Pentágono salían a toda prisa, agarrando sus maletines mientras miradas de asombro y terror recorrían sus rostros. En el centro neurálgico desde el que se dirigían las fuerzas armadas más temibles del mundo, nadie tenía ningún control. El humo continuaba saliendo siniestramente de los escombros; estaba claro que el edificio se estaba quemando, y la mayoría de lxs empleadxs no parecían tener ni idea de lo que estaba pasando y básicamente se estaban meando en los pantalones. Era una especie de ironía ver el terror en los ojos de lxs funcionarixs de una institución que había infligido tanto terror a tanta gente en todo el mundo durante tanto tiempo. ¿Estaban realmente sorprendidxs de que sus fechorías hubieran vuelto para perseguirlxs? ¡Oh, cómo habían caído lxs poderosxs!
Al principio observamos la locura desde lejos, luego nos acercamos. Ni siquiera había policías frente a la entrada del Pentágono, ninguna barrera entre nosotros y el edificio en llamas. Pronto, nosotros, dos anarquistas declarados, estábamos a solo unos metros del Pentágono, una institución a cuya destrucción ambos habíamos comprometido nuestras vidas. Esta institución estaba en llamas y toda la gente que trabajaba allí huía de ella. Se nos ocurrió una idea. Esta era nuestra gran oportunidad. Podíamos entrar en el Pentágono. ¿Quién sabe lo que podríamos encontrar? En teoría, podríamos destruir ordenadores, robar archivos, causar todo tipo de estragos. Sin la presencia de la policía, podríamos incluso escapar. Una mirada rápida a Colin y quedó claro que estaba pensando lo mismo. Me incliné hacia su oído y le susurré.
“¿Deberíamos hacerlo?”
“No estoy seguro. Puede que sea la única oportunidad que tengamos.”
Nos quedamos allí reflexionando sobre nuestra idea. Respiramos profundamente unas cuantas veces, asimilando la destrucción que nos rodeaba. Correr al Pentágono para hacer algo —cualquier cosa— parecía tentador, especialmente porque un empleado salió corriendo con un puñado de papeles y un ordenador portátil. ¡Esxs asesinxs estaban realmente sorprendidxs de estar probando su propia medicina!
Pero en ese momento, apareció finalmente la policía y comenzó a acordonar el Pentágono. Nuestra oportunidad se había esfumado. Me di cuenta de que estábamos en una posición delicada, ya que parecíamos ser las únicas personas presentes que no huían.
“No tenemos la menor excusa para estar aquí. Quiero decir, ni siquiera tenemos una excusa para estar en DC.”
Realmente no la teníamos. ¿Qué haría la policía si nos identificaban? Ambos éramos proverbiales agitadores foráneos con antecedentes de arresto en varios actos antigubernamentales.
¿No era un poco misterioso que estuviéramos dando vueltas por el Pentágono en el mismo momento en el que había estallado en llamas? Si nos metieran en la parte trasera de un coche, ¿alguien nos volvería a ver? Sería una oportunidad perfecta para cargarse a dos tíos de aspecto extraño con barba tipo Charles Manson, que rondaban por el Pentágono mientras este ardía.
“Deberíamos salir de aquí. Van a cerrar toda esta maldita zona.”
Fue una buena observación—la policía, que había brillado por su ausencia durante todo el tiempo que duró la locura alrededor del Pentágono, por fin había llegado. Parecían aturdidxs y confundidxs, pero esperaba que comenzaran a hacer preguntas en cualquier momento, y estaba seguro de que no quería que mi nombre se asociara con nada de esto—¡y mucho menos la cámara con una foto mía frente al edificio en llamas!
Nos alejamos tranquilamente, hasta que estuvimos fuera de su vista.
¿Y si nos detuvieran por el camino, un poco más adelante? Mirando a nuestro alrededor para asegurarnos de que nadie pudiera vernos, comenzamos una loca carrera para alejarnos lo más jodidamente posible del Pentágono.
El camino de regreso no fue tan fácil como el camino hasta allí.
Como una bestia que se despierta lentamente tras recibir un golpe casi letal mientras dormía, la maquinaria del estado comenzó a entrar en acción, confundida y enojada. El zumbido de las sirenas de la policía se podía escuchar a lo lejos. En la distancia también podíamos ver la carretera que habíamos recorrido. Estaba plagada de policías.
Cerca había una entrada a la interestatal, así que corrimos hacia ella lo más rápido que pudimos. Lo que siguió parecía directamente sacado de una película de zombis postapocalíptica: no había ni un alma en la autopista, y caminamos, durante lo que pareció ser una eternidad, directamente por el medio de la I-95, sin un solo coche a la vista. En la distancia, el humo se elevaba, los cuerpos ardían, las sirenas de la policía rugían, pero habíamos encontrado la carretera recta y estrecha que nos sacaba de la maldita zona. Las carreteras se cruzaban unas sobre otras como serpientes retorcidas, y de nuevo escuchamos sirenas aullando detrás de nosotros. ¿Nos habían visto? ¿Venían a por nosotros? ¿Estaban ocupados con otra cosa? ¡Quizás estaban cerrando la carretera! Salimos de la carretera y nos metimos en el tradicional escondite de ladronxs, forajidxs y anarquistas—los arbustos. Con nuestros corazones latiendo fuera del pecho, y Godspeed, You Black Emperor! resonando en nuestras cabezas, esperamos a que no hubiera peligro. Cuando pasaron las sirenas, salimos corriendo de los arbustos y subimos por un terraplén. En la parte superior del terraplén cubierto de hierba había una cerca, que saltamos desesperados, ¡para terminar en el cementerio de Arlington! ¡Maldito Judas Priest!
Corrimos, cruzando innumerables filas de cruces blancas que permanecían mudas bajo el sol otoñal. Corrimos atravesando las banderas y los campos, con los lamentos de legiones de inquietos fantasmas susurrando en el viento alrededor de nuestros pies. Corrimos hasta llegar a una colina y la subimos. Y allí, sentados en la cima, había dos hombres. Sus ropas eran aún más andrajosas que las nuestras. Sus cuerpos estaban incluso más sucios que los nuestros. Sus barbas eran aún más mansonescas que las nuestras. Estaban bebiendo licor de malta de una botella de cuarenta onzas dentro de una bolsa de papel marrón. Eran unos vagabundos y estaban mirando como ardía el Pentágono.
“Siéntate, hermano”, sugirió uno de ellos. El otro extendió su brazo, su carnoso puño agarró la botella, y sin decir palabra me ofreció un trago.
Negué con la cabeza. “Gracias, tío, pero estamos perdidos. ¿Cómo diablos salimos de aquí?
El primer vagabundo nos dio indicaciones sorprendentemente lúcidas de cómo salir del cementerio, y nos volvimos para irnos. En el último momento me miró fijamente a los ojos y entonó: “Pero ten cuidado. ¡Hay armas, armas, ARMAS EN EL CEMENTERIO! “
Con esta última pieza de inquietante información resonando en mis oídos, huimos colina abajo. El vagabundo—que en mi tarde había desempeñado un papel comparable al que desempeñaba el oráculo tuerto en la antigua tragedia griega—demostró ser más o menos preciso en su valoración de la geografía local. Nos arrastramos a través de más arbustos, saltamos más vallas y de alguna manera terminamos en el idílico patio trasero de una casa suburbana.
Al menos ahora sólo parecíamos dos maníacos que se preparaban para asaltar una casa, en lugar de dos maníacos rodeados por la policía en la escena de una catástrofe nacional. Nos arrastramos por el patio hasta la carretera y vimos una gran multitud parada en lo alto de un terraplén que dominaba la carretera. Ni un alma nos miró, ni pareció darse cuenta de nuestra presencia. En su lugar, en una atmósfera propia de una macabra barbacoa de barrio, todxs, desde niñxs pequeñxs hasta abuelxs, miraban cómo ardía el Pentágono a lo lejos. Parecía casi festivo; la gente no parecía molesta—en todo caso, quizás sorprendida—y la mayoría parecía más feliz de lo que parece el empleado medio en el trabajo. Después de todo, era un agradable día de otoño. Parecía reinar un espíritu de armonía racial que contrastaba marcadamente con el habitual racismo aterrador de Washington DC. Negrxs, Latinxs, Anglosajonxs—no importaba, todxs estaban en sus patios delanteros viendo como ardía el Pentágono. En un silencio casi mortal, solo roto por una pequeña charla aquí y allá. Después de un momento, nos despedimos de lxs vecinxs allí reunidxs y continuamos calle abajo.
En ese momento estábamos totalmente desorientados, con poca idea de dónde nos encontrábamos o cómo llegar a casa. Se estaba haciendo tarde y todavía estaba un poco paranoico.
Tenía toda la pinta que, si corríamos por las calles de Arlington, Virginia, durante mucho más tiempo, mientras todavía reinaba el caos total, tendríamos, casi seguro, problemas garantizados. Aunque por lo general agradezco una pelea con la policía, hoy no iba a ser un buen día para ese tipo de cosas. Entonces ¿qué hacer?
¡Comida China! Hay pocas cosas mejores para comer después de caminar para ver arder el Pentágono, que la comida china barata. También intuimos que los restaurantes que ofrecen este tipo de comida podrían ser ideales para pasar desapercibidos. A la vuelta de la esquina había un clásico restaurante chino, en uno de los deteriorados centros comerciales que contaminan Estados Unidos, y el local—milagro de los milagros—todavía estaba abierto ese 11 de septiembre. Vacié mis bolsillos, conté los cuartos y las monedas de cinco centavos, y me las arreglé para juntar lo suficiente para pedir algo de verduras y arroz. El único empleado que había parecía estar feliz de que aparecieran algunxs clientes, y ni siquiera pareció encontrarnos raros. Como fan incondicional de la mostaza picante china, cubrí mi porción con esa sustancia amarillenta y picante y me di la vuelta para ver la televisión.
Parecía como si nada hubiera cambiado desde la mañana. A nuestro querido presidente George W. Bush todavía no se le veía por ningún lado. En cambio, la imagen de las torres cayendo (junto con imágenes del Pentágono intercaladas con poca frecuencia) se reproducían una y otra vez, como intentando hipnotizarnos. Los bustos parlantes de los medios de comunicación parecían tener un poco más de control sobre sí mismxs, y ahora repetían “terroristas de Oriente Medio” y “Bin Laden” una y otra vez, aunque todavía no parecía haber pruebas concretas.
Me sentí aliviado de que no mencionaran la palabra “anarquistas”, ya que eso nos daba un poco de tiempo. Sin embargo, estaba bastante claro, entre fideos y galletas de la fortuna, que esto sería la excusa perfecta para una caza de brujas contra nosotrxs y cualquier otra persona que el gobierno considerara una amenaza. Colin y yo nos sentamos, en un silencio casi sepulcral, tratando de averiguar las implicaciones de este día para el movimiento—y cómo diablos íbamos a llegar a casa.
“Deberíamos comer despacio. Mira, estamos bastante seguros aquí. Nadie sabe que estamos aquí. Podemos sentarnos aquí y comer hasta que oscurezca y podamos llegar a casa.”
“Eso va a tardar todavía un rato.”
“Bueno, es mejor prevenir que curar.”
Cuando finalmente comenzó a caer la noche, nos despedimos de nuestro anfitrión en el local chino y seguimos nuestro camino.
Pedimos indicaciones a lxs pocxs peatones que encontramos y finalmente encontramos el camino a casa a través de interminables callejones, puentes y calles secundarias. Cuando llegamos a nuestro pequeño escondite, miramos a nuestro alrededor para asegurarnos de que no nos estaban siguiendo, luego empleamos varias técnicas cómicas anti-vigilancia que consistían principalmente en caminar en círculos, antes de entrar. Aparentemente, el casero había regresado a su cubículo atestado de puros y pornografía, y nuestrxs amigxs estaban dentro de la casa ansiosxs por planear su huida.
Colin y yo sostuvimos que teníamos que elaborar algún tipo de respuesta anarquista, y rápido. Solo iba a haber una breve ventana de tiempo entre el 11 de septiembre y la inevitable represión del gobierno. Si pudiéramos lograr una respuesta rápida, al menos podríamos dar a conocer nuestros puntos de vista. La gente estaba confundida y aterrorizada, y era fácilmente manipulable por lxs desalmadxs cabronxs que seguramente iban a iniciar algún tipo de guerra en un futuro no muy lejano. Sin embargo, justo en ese momento, la estructura de poder de Estados Unidos estaba completamente paralizada. Si nos pusiéramos de acuerdo, podríamos hacer algo inspirador e histórico en ese mismo momento, antes de que el gobierno tuviera tiempo de responder con sus cacerías de brujas y sus guerras.
Tuvimos que discutir una serie de cuestiones prácticas: ¿debíamos continuar con las protestas contra el FMI, debíamos huir a la clandestinidad antes de que comenzaran las redadas, debíamos hacer públicas nuestras propias respuestas sobre por qué algunas personas odiaban lo suficiente al gobierno y a las corporaciones estadounidenses como para estrellar un avión contra su sede? Había tanto que hacer y tan poco tiempo.
“Cuando esxs bastardxs declaren la guerra, tenemos que marchar por las calles de Washington, con o sin FMI, para mostrar a la gente en todas partes que también estamos en contra del maldito gobierno de Estados Unidos.”
“Entonces realmente tenemos que salir de la zona.”
“Tío, ese ha sido el maldito paseo más loco que he hecho nunca.”
Hace veinte años estábamos preparadxs para morir. O más precisamente, ser asesinadxs a sangre fría por el Estado, como le había ocurrido a Carlo Giuliani en Génova. Era un precio que estábamos dispuestxs a pagar por cumplir nuestros sueños de conseguir un mundo más compasivo. Pensamos, no del todo sin razón, que nos iban a disparar, y aún así nos dirigíamos al frente de la batalla, para dar nuestras vidas si llegaba el momento. Y luego la historia nos superó—me temo que no por última vez—y personas con drásticamente menos preocupación por la vida humana que nosotrxs nos tomaron la delantera.
¿Es ahora el mundo un lugar mejor? ¿Estamos más cerca de la revolución que soñamos gracias a las decisiones que tomamos, o no tomamos? ¿Y en quien debe recaer la responsabilidad de este lamentable estado de las cosas y de todo el derramamiento de sangre y el dolor que tuvo lugar ese día y los días anteriores y posteriores? ¿En nosotrxs, en ellxs, en las corporaciones, en los gobiernos? Hace veinte años estábamos preparadxs para morir. Para bien o para mal, no hay duda de que los años venideros nos brindarán muchas más oportunidades para preguntarnos si sigue siendo así.
Amables lectorxs, el resto depende de vosotrxs.
Otras Lecturas
Poco después del 11 de septiembre de 2001, una célula del colectivo de extrabajadorxs CrimethInc elaboró un texto titulado “Después de la caída” en un intento de analizar las causas y ramificaciones de los hechos ocurridos esa mañana. Aquellos días—y estos—exigían mucho más que unas palabras en un periódico o en la pantalla de un ordenador, pero seguimos apoyando este escrito como, posiblemente, la declaración más lúcida y profética que surgió en ese momento del entorno anarquista. El futuro aún no está escrito.